Esa silueta de niña

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09 Sep, 2017

Esa silueta de niña

Desde pequeño siempre he sido una persona tímida y callada. Recuerdo una tarde soleada cuando mi maestra de primer grado le dijo a mi madre: “Su hijo necesita terapia con una psicopedagoga, hasta que pueda hablar sin temor”. Eso lo escuche, pero para un niño de esa edad esas palabras no tiene ningún sentido, solo me concentré en seguir rayando la pizarra con aquella tiza áspera y seca, no sabía que estaba rallando, solo me emocionaba cada movimiento y trazo que aparecía de forma milagrosa sobre la superficie.

No estoy claro cuánto tiempo corrió después de esa conversación. Es como si de un día para otro me encontrara en una nueva escuela, con una nueva maestra. También recuerdo que todos los lunes dejaba de ir a clase para ir a esas terapias. Recuerdo un señor gordo, con bigotes gruesos detrás de un escritorio, siempre le preguntaba a mi mama como están las cosas y siempre mi mamá decía que bien. Eso era la única conversación que tenían entre ellos. Ahora, a mi edad pienso que ese señor era el psicólogo de la institución, el encargado de ver algunos pacientes (en mi caso no se si llamarme paciente), y supervisar los avances de los mismos. Esos lunes asistía a varias terapias, una era de conversación, con el objetivo de mejorar mi habla. La doctora o maestra me colocaba una paleta de madera debajo de la lengua, me obligaba a repetir varias sílabas. Hacia ese ejercicio también en casa, pero a diferencia de esta doctora, mi mamá colocaba leche en polvo debajo de mi lengua, era divertido, porque tratabas en lo posible para que la saliba no se mezclara con el polvo, de esta forma duraba más el sabor, pero para ello tenía que pronunciar bien las palabras. Un día fuimos a un local cerca de casa, entramos a un consultorio, una persona vestida en blanco me inyecto, me dijo que abriera la boca lo mas que pueda, que colocará la punta de la lengua en el paladar. En pocos segundos el sujeto introdujo unas tijeras y cortó un pedazo muy pequeño de carne. A partir de ese día las terapias improvisadas de mi madre dejaron de suceder.

Otra terapia que asistía los mismos lunes, eran las mejores, no por las actividades, sino por una niña. Era de piel clara, ojos negros, piel liso y negro. Era un ser simple, pero en ella podía ver un mar de perfección, y de hecho lo era. ¿Qué niña a esa edad, con esas características y con esa sonrisa tan inocente no podría serlo? Pero yo no pensaba en su edad, ni en su inocencia, solo pensaba en lo admirado que quedaba al verla. Nunca comprendí el objetivo de esas terapias, capaz solo existió por hecho del destino, para conocerla a ella. De alguna forma mi mama y la mama de ella mantenían conversaciones. La niña y su madre vivían una estación de diferencia donde nosotros vivimos. Solo por ese hecho nos íbamos los cuatros juntos en tren. En esos viajes me quedaba callado y la miraba durante todo el trayecto, ella se  acostumbro a eso, de hecho de vez en cuando me sonreía, pero muy rápidamente miraba hacia otro sitio.

Ese lugar de terapias era una casa de dos pisos. En la parte trasera había un jardín con algunos columpios. Una mañana estaba con mi madre pasando el momento, jugué mucho tiempo en los columpios, al cansarme me senté sobre la hierba, de repente y por sorpresa apareció esta niña con un carro de juguete entre sus manos. Me lo entrego con la misma sonrisa inocente, yo lo recibí con gusto y me quede mirándolo por buen rato, era amarillo, de metal con ruedas negras de plástico.

No puedo decir si el juguete me gusto o no. No lo recuerdo, tampoco recuerdo si estaba feliz con el mismo. Pero si recuerdo esto: Me encontraba solo en la habitación donde hacía las terapias con objetivo dudoso y misterioso. No se porque estaba solo, tampoco se por que a los minutos estaba acompañado por la niña jugando las escondidas. Corríamos de un extremo al otro de la habitación, el espacio gigantesco nos lo permitía. Ella empezó a contar, creo que de hecho a esa edad no sabíamos los números, pero si pasaban los segundos, lo suficiente como para esconderse en un buen lugar. Yo me escondí debajo de un escritorio a un extremo de la habitación. Ella empezó a gritar mi nombre, lo pronunció varias veces seguidas sin detenerse. Al instante apareció gritando “Te encontré”. Como ella vio que me quede callado mirándola y no realice ningún movimiento, se sentó justo al frente mío, nos quedamos mirándonos, le tomé una mano, era pequeña, tierna y suave. Y sucedió lo más mágico, espectacular y sorprendente. Me beso. Sentir sus labios fue encontrar una parte en mi que hasta ahora no he perdido. Este fue el regalo más grande, imperecedero e invaluable en toda mi vida. El sentido de amar, la conciencia y necesidad de estar con alguien de forma desinteresada para hacerla feliz. No conté el tiempo que duramos debajo de ese escritorio, luego no supe más nada de ella, no se cual era su nombre.

Al pasar los años pensaba en ella. Pensaba en esas escenas, en esos hechos imborrable de mi memoria. En los momentos de soledad, la recordaba y de alguna forma no me sentía tan solo, pero de vez en cuando mis lágrimas salían por si solas. En mi plena juventud conocí una mujer, de piel blanca, ojos negros, pelo liso y negro. Su rostro contenía una sencillez imaginable. Era hermosa. Contuvimos pocas conversaciones, nunca llegamos a hacer amigos, nunca salimos juntos, es que de alguna forma me recordaba a la niña. Después de mantener una llamada telefónica con ella, me senté en mi escritorio, encendí la lámpara y escribí:

Esa silueta de niña

Facciones de princesa.

Manos de fragancia.

Diminuta flor.

Cascada espléndida.

¿Quién evitará chapuzarse en tus encantos?

Deseos de contemplar tu aroma.

Ganas de acariciar tus valles.

¿Quién sería ese irrealista?

Ese perfeccionista.

Pensador y encantador.

¿Cuánto tiempo consagró para imaginarte?

Aunque seas una niña,

mi respeto se arrodilla ante ti,

mi admiración queda boca abierta.

Derramada está la perfección,

desbordada sobrenaturalmente.

Mi segundo enamoramiento ocurrió muchísimo años después. Cuando conocí a Anabel era una mujer desarreglada, mal vestidas, con zapatos rotos y sucios. Siempre en clases se sentaba en el suelo aunque existía muchos asientos disponibles. Era rebelde con las asignaciones de los profesores. Llegaba tarde a todas las clases. Podríamos decir que era un desastre y todo el mundo la tenía como loca. Casi nadie se acercaba a ella, pero yo sí me acerque. Tenía curiosidad de escuchar su voz muy cerca a mis oídos,  y para nada me arrepiento de ello. Su voz era dulce, estaba cargada de niñez, pero de una niñez rebelde. Esto comparado con su mal pose y comportamiento era una diferencia de la tierra al cielo.

A partir de allí andábamos juntos, en los pasillos, en las clases, a los alrededores del campus. Nos convertimos en buenos amigos, en seres inseparables. Hablaba de ella con mis amigos, ellos me decían que me enamore, yo decía que eso era imposible, no sentía nada, pero algo si sentía cuando estaba con ella, me sentía feliz, en esos momentos junto a ella quería que el tiempo se detuviera por completo. Esto se lo dije, de forma clara y sencilla. Pero el hecho de declararme no cambió nada. Todo marchaba como antes, sin ninguna novedad. Hasta que un viaje hacia las montañas lo cambió todo.

Alquile una cabaña por un fin de semana en las montañas. Para ese entonces trabajaba de mesonero en un restaurante japonés. Atendía a los clientes con un elegante hakama de color azul oscuro. Al principio los saludaba en japonés, a la mayoría les gustaba esa atención, muy pocos me seguían la conversación en el mismo idioma, por lo general estos clientes se volvían mis amigos y poco a poco con el tiempo estableci una red muy amplia de contactos. El hecho es, que con esto ganaba modestamente mucho dinero. Alquilar la cabaña y prepararla para Anabel no fue un gasto mayor. La alquile sin consultar a ella, estaba 100% seguro que les gustaría la idea y así fue.

Llegamos muy temprano alrededor de las once de la mañana. Entre los dos preparamos el almuerzo. Verla cocinar me daba una sensación de alivio, es que estas al lado de la persona que quieres estar y es como si estuvieras completamente seguro que nunca se va a ir. Comimos, compartimos anécdotas personales. El ambiente y el momento no cambio nada entre nosotros, nos seguimos viendo como amigos, esto me empezó a molestar un poco. Quería estar más lejos, llevarla a lugares inesperados para nunca volver, para desconectarnos del mundo. Al terminar recogimos y limpiamos todo, después le sugerí salir un rato, seguir el camino cuesta arriba y ver el jardín de piedras, a ella le gusto la idea. Duramos mucho tiempo en el jardín, vimos rocas de todo tamaño color y forma. Yo no dije muchas palabras. Ella me pregunto que pasaba, le dije que quería regresar a la cabaña y hablar un rato. Ella asintió. En la cabaña nos sentamos sobre la cama. Ese día ella estaba muy sumisa, por lo general es terca y nunca acepta órdenes de nadie, pero ese día confió en mí y se dejó llevar. Dejó que la besara. Fue un beso largo y pasional, fue nuestro primer beso. Pero fue extraño, una barrera entre nosotros se rompió dejando suceder lo impensable.

Metí mi mano bajo su blusa, desabroche su brasier, este cayó de forma ligera al igual que sus senos. La besé desde la frente hasta el orificio de su ombligo. No podía detenerme, desde hace meses la deseaba de esta manera y ahora no quería detenerme, quería continuar hasta que el tiempo y el espacio dejará de existir. Ella tomó mis manos y las alejo, se separo de mi y se quitó los jeans. Se quedó totalmente desnuda. Se recostó boca abajo. Espero hasta yo también quedar desnudo. Pase mi mano sobre su espalda, llegue a sus tiernas nalgas. Sus pies se balanceaban sobre el aire de un lado a otro. Tome unos de ellos y los bese, bese cada espacio entre sus dedos, de esta forma baje hasta llegar nuevamente a sus nalgas. A partir de ese momento solo supe que estaba dentro de ella. Ella empezó a llevar el control de mi existir.

Seguimos siendo amigos. Nunca tuvimos una conversación acerca de nuestra relación especial. Nunca hablamos de nosotros. Pero seguí estando dentro de ella y en cada ocasión me perdía más y más. Me sentía feliz, me sentía completo y seguro, tanto asi que compre un anillo de bodas.

Antes de hablar con Anabel necesitaba tiempo para pensar, para buscar las palabras adecuadas. Por eso me fui a un café. Pedí un capuchino y un dulce de leche. Casi al llegar a la mitad de la taza la vi a ella. La misma sonrisa inocente, la misma silueta de niña, pero se le han sumado los años igual que a mi. No podría creerlo. Ante mis ojos estaba aquella niña por la cual lloré y pensé por muchos años. Luego la olvidé por algún tiempo. Estaba allí frente a mis ojos. Tenía que acercarme, hablar con ella y estar completamente seguro de su identidad. Y me acerque lo más tranquilo posible.

— ¿Puedo hablar con usted por un momento? — Esas palabras me costaron una brutalidad decirlas. Me miró, sonrió y dijo:

— Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarle? —  

— ¿Cuando estaba pequeña usted asistía a unas terapias de lengua al oeste de la ciudad? —

— Si —

— ¿Y las terapias eran todo los lunes?–

— Si — Al escuchar ese segundo “si” meti mi mano en el bolsillo, saqué el carro de juguete y lo coloque sobre la mesa. Ella al mirarlo se le aguaron los ojos, se llevó las manos hacia la boca y pronunció mi nombre. Una lágrima recorría su mejilla derecha. Al instante supe que debía tomar una decisión, devolver el anillo o seguir el plan original. Deje que el amor lo decidiera.

Escrito por Moisés Contreras
@moiselias

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